Fue en el camino del museo de la ciudad olímpica, en Engenho de Dentro, donde se encuentra el reformado estadio João Havelange de Río de Janeiro, cuando descubrí la palabra ‘perrengue’. Alessandra, que al principio fue seguidora de esta página y ahora es amiga personal, me la enseñó sin querer.
– «Para llegar a cualquier lugar hay que pasar el mayor perrengue», dijo.
– «¿Qué es eso Alessandra, por Dios?», respondí sorprendida porque no había oído esa palabra en mi vida.
– «Es como cuando vas a un sitio y tienes que coger un montón de autobuses y hace calor y están llenos o no paran… o vas a resolver una documentación pero tienes que pasar un trámite y luego otro y luego otro…», fue su resumen, un poco alborotado, pero muy útil.

Desde entonces uso la palabrita, que me encanta por cierto, siempre que hablo de las situaciones más críticas, sofocantes y desesperantes que viví en Río de Janeiro. Podría haber dicho Brasil, pero no. En ninguno de mis viajes a otros estados (he ido a São Paulo, Espirito Santo, Bahia, Brasilia y Minas Gerais) he tenido que superar tantas trabas como en mi querida cidade maravilhosa. Tampoco he vivido en ellas como sí lo he hecho en Río. Algo tendrá que ver :)
Recuerdo uno de los días anteriores al inicio de los Juegos Olímpicos en el que todo, absolutamente todo lo que hacía me salía mal. «Tudo da errado», pensaba para mi misma una y otra vez mientras continuaba intentando.
Así aprendí a valorar el esfuerzo diario de la mayoría de los cariocas. ¿Cómo es posible? «La ciudad está hecha de dificultades para ser superadas y no de facilidades para superar las dificultades», pensaba. Me parece de lo más curioso. Pero bueno, vamos por partes mejor porque al final sigue retumbando en mi cabeza una pregunta que no soy capaz de responder: ¿hasta dónde es la ciudad y hasta dónde las personas?
1. EL ALOJAMIENTO
Mis problemas con el alojamiento en Río de Janeiro darían para escribir un libro. Conté algo en un artículo en Idealista y lo ampliaré aquí en cuanto tenga tiempo y energía porque el tema consume bastante. La cosa ya pintaba mal. Resumiendo:
VER MÁS: ‘La codicia que rodea a Rio 2016: la cara B del alquiler domiciliar’
La dueña de la primera casa donde viví, cuando ya había pagado la mensualidad, me dijo que vendría su hija de Bélgica y que tenía que salir de la habitación. «Tranquila, nos damos un jeito» (nos apañamos). El ‘jeito’ fue meterme en una despensa durante 17 días. Con dos estanterías para comida encima de mi cabeza, un colchón pequeño tirado en el suelo y toda mi ropa alrededor. Sin internet, sin prácticamente hueco por donde respirar, solo una ventana pequeña que no me atrevía a dejar abierta durante la noche. Menos mal que no era verano…

Después me fui a vivir con una amiga de un conocido. «Es una chica de tu edad, está alquilando una habitación y es muy simpática. Seguro que os lleváis bien», me dijo. Lo era e imagino que lo seguirá siendo. El problema es que sufría un trastorno mental llamado ‘borderline’ que afecta directamente a las personas que están alrededor.
Sin ánimo de querer simplificar demasiado porque cada día era más intenso que el anterior, la convivencia acabó un mes y medio después cuando me echó de la casa. Había salido por la mañana con su familia, sonriendo, aparentemente feliz y llegó por la tarde completamente fuera de sí gritando: «¡Quiero que te vayas de aquí ahora!» Dos meses, dos mudanzas…
Yo me fui a la calle y mis maletas al trastero del edificio. El portero me puso en contacto con un amigo suyo que alquilaba pisos. Ruinosos, horribles, que se caían a pedazos. Vi dos en la misma zona.
No sabía que funcionaba así pero en Río de Janeiro son pocos los que dan un paso sin ganar una comisión. O al menos, intentarlo…
Si lo alquilaba él ganaría, si no se quedaría sin nada. Como no alquilé me llamó al día siguiente para que sacara las maletas del almacén.
Mi entrenador de funcional, que era vecino, me ‘acogió’ en su salón. En realidad me lo quería alquilar durante dos semanas por 800 reales, casi 250 euros. El mobiliario era un sofá, una tele y una mesa. Una maleta abierta ocupaba todo el espacio. No había armarios ni mucho menos… Para él era un favor personal con descuento. «Era para cobrar 900, pero bueno, como es un espacio compartido pueden ser 800». Menos mal…
Al final, y a la desesperada, alquilé una habitación por Airbnb (en breve explicaré por qué NO ACONSEJO usar esta página en Brasil). Tenía muchos comentarios positivos. No parecía maravillosa, pero sí decente y estaba en mi zona favorita: Leme.

Cuando llegué me quedé sorprendida porque lo que me encontré no tenía nada que ver con la mayoría de los comentarios que había leído. Y ya no hablo de comodidades. Habiendo pasado 17 días en una despensa, después de ser expulsada de una casa y dormir en un sofá durante dos noches (nada es gratis, me costó 150 reales, casi 45 euros) mi listón de evaluación estaba bastante bajo. Sin contar que ese último piso era un quinto sin ascensor.
Para llevar todas mis cosas tuve que invitar a cenar al conductor de Uber en la subida y pagar a unos chicos que estaban haciendo una obra en el edificio, a la bajada. Un show…
En la casa de Leme había un salón de uso único y exclusivo del dueño, un baño estilo años 30 (no es exageración), una ducha que funcionaba con un calentador a pilas (¡a pilas!), una cocina con utensilios que daban asco y la habitación. Creo recordar que pagué casi 350 euros por dos semanas. Con eso alquilas un cuarto en una casa en buenas condiciones en el centro de Madrid.
El hombre entró una vez sin pedir permiso. Yo acababa de llegar de la playa, estaba en bikini. «Oh, lo siento, me he equivocado», dijo. ¡¿Pero cómo te vas a equivocar si es tu casa?! Ya no me fiaba ni un pelo.
Me acabé yendo de aquél lugar. Alquilé lo que yo creía que era una habitación a través de Airbnb. Cuando ya me iba para allá me escribe el dueño y me dice: «¿Te has dado cuenta de que es un salón lo que alquilamos?» Yo: «¡Claro que no! Pone ESTANCIA y tiene toda la pinta de habitación. Si es un salón no me interesa», le dije.
«¿Me puedes devolver el dinero?» Respuesta: «NO». Le escribí un montón de veces, le propuse quedar en persona… me dio largas para llegar al mismo punto del principio: ¡NO! Airbnb se salta el derecho de desistimiento aprovechando que la gente no tiene tiempo que perder. Es mi caso. Si no habría demandado como hice con KLM en uno de mis viajes. Si no reclamamos se ríen de nosotros.

Intento de mudanza frustrado. Acabé llamando a la hija de un español que conocí en un restaurante en Copacabana. Vivía con su madre, una señora que me repetía una y otra vez: «Esto no es Copacabana». La casa estaba en Botafogo, atravesando un puente se llega a Leme fácilmente. Había autobuses y metro. Fue lo mejor que pude encontrar en un mes olímpico.
El primer problema: no funcionaba Internet. Yo puedo vivir sin zapatos, pero no sin Internet. ¡Trabajo con él! Ni se planteó mejorar la conexión porque total, yo ya le había pagado una mensualidad de más de 400 euros, algo que ni de broma iba a conseguir alquilando a una persona de Brasil en unas condiciones semejantes.
En aquélla época salía de la casa a primera hora de la mañana y a veces llegaba de madrugada. Compaginaba el trabajo de MARCA con contenidos para El Español y los vídeos con los que conseguí no distanciarme de vosotros.

Trabajé mucho, muchísimo. Cuando llegaba me encontraba con la señora, que ni siquiera respetaba las pocas horas de descanso que tenía. Ella dormía al lado con la televisión puesta durante toda la noche. En la cocina, los sermones evangélicos en la radio, que tampoco se apagaba nunca. Y más y más y más historias que he perdido las ganas de contar…
Cuando terminaron los Juegos le dije que me buscaría algo para mi sola. O desconectaba de la gente (mi conclusión es que no están acostumbrados a la convivencia con extranjeros) o acabaría odiando Río de Janeiro. Era así de claro.
Antes organicé un viaje a Espirito Santo para alejarme un poco y pensar con calma en todas estas situaciones. Le pedí que si podía dejar las maletas en algún lugar de la casa hasta que volviera. Me dijo que sí, pero el último día en el último momento cuando ya me iba al aeropuerto me pidió dinero.
«Pagas por la habitación durante esos días y no pasa nada, las puedes dejar». Le dije que no, por supuesto. No iba a pagar por una habitación sin usarla. Habría sido más fácil decirlo desde el principio, pero no. Hay una táctica que he ido percibiendo a lo largo de todo este tiempo: colocar al otro en una situación de desesperación para que no tenga salida.
«Voy a buscar otro sitio para dejarlas», le dije. «¿Cómo así? Nadie te las va a guardar porque no saben lo que llevas dentro…» La miré, con cara de odio seguro, sin decir nada. Indirectamente me estaba diciendo que podría tener la maleta llena de droga o qué se yo… ¿explosivos? «No creas que soy ‘mal carater’ es que necesito dinero», continuó. «Yo también necesito, pero para tener dinero lo que hay que hacer es trabajar». Y me fui.

Escribí a un montón de gente conocida, tenía poquísimo margen porque mi avión salía en un rato en dirección Vitória. Al final la otra hija del señor español me las guardó durante varios días en su casa. Me salvó la vida.
Llegó un punto en el que cualquier cosa que me pasara en relación al alquiler no me sorprendería. De hecho no me extrañó la actitud de esta mujer que, por cierto, no era carioca, era de Fortaleza.
Cuando volví de aquel primer, reponedor y liberador viaje a Espirito Santo alquilé un ‘conjugado’ en Copacabana a un seguidor de la página que me conoció gracias al famoso vídeo del himno de Brasil en Maracaná. Me servía para meter mis cosas, estar sola y reconciliarme con la ciudad. Lo conseguí. Eso sí, cuando llegué a España y entré en mi casa me sentí en el Palacio Real. ¡El pasillo me parecía inmenso! :D
2. EL TELÉFONO (INTERNET)
Como dije antes, puedo estar sin zapatos pero no sin Internet. Cuando alguien me dice: «¡Que se te van a gastar los megas!», me muero de risa. Si quiero compartir historias en la web, las redes sociales y YouTube tengo que gastar megas. Otros gastan en tabaco o bebida. Yo, en Internet :D
Me hice un contrato en Vivo que es la filial brasileña de Telefónica. No sé por qué pensé que eso haría las cosas más fáciles. Error. Menos mal que fui preparada. Para que te puedan dar de alta necesitas o una cuenta en un banco brasileño (no tenía ni tengo) o un resguardo de los ingresos de tu cuenta. ¡Esto sí lo tenía! Ese documento, que es uno de los que te pueden pedir en el aeropuerto, te salva la vida para darte de alta en algún servicio en Brasil.

Lo que yo no sabía es que para pagar tendría que ir con la factura a un Caixa, el banco público de Brasil. Como me cambié de casa una vez al mes las facturas me llegaban cuando ya estaba en otro lugar. Entonces tienes que pedir lo que ellos llaman ‘segunda vía’. Si lo haces en la tienda necesitas el dichoso CPF (un número que te piden para todo y que puedes hacer incluso en el consulado brasileño de otro país). O sea que pagar el teléfono era una odisea.
Peor fue cuando fui a bloquear mi línea antes de venir a España. «Sí, sí, hacemos una copia de tu pasaporte y ya nos encargamos nosotros», me dijeron. Después de casi tres meses me siguen pasando las facturas de 150 reales (casi 45 euros) como si estuviera allí. ¡Desesperante!
3. PRECIOS DE ‘GRINGO’
Algo que está demasiado arraigado en Brasil. No sé si es la imagen que muchos tienen de que el extranjero es tonto o la picardía de ver negocio fácil. Total ¡a ellos les sobra! Porque esa es otra. En Brasil muchos creen que ser de otro país significa ser rico.
VER MÁS: 10 falsos mitos sobre a Espanha e os espanhóis (segundo os brasileiros)
El caso es que yo ya sabía que nada más abrir la boca, y a veces sin abrirla, ya sabían que no era brasileña. Las habitaciones, la bisutería en la calle, hasta los cocos me los querían cobrar más caros. Una vez en Leme le dije a la chica: «¿Pero cómo 7 reais? No me pongas precio de ‘gringo’, yo he vivido aquí» Ella respondió: «Vale, entonces 5». Es tan normal…

4. «VUELVA USTED MAÑANA»
Uno de mis autores favoritos, Mariano José de Larra, escribió un famoso artículo llamado «Vuelva usted mañana» lamentando la pereza española y quejándose de la poca productividad de los trabajadores (públicos o no) a la hora de resolver los problemas de otros. En esto en España se ha mejorado mucho, aunque todavía queda por mejorar.
En Brasil me acordé de este texto millones de veces. El día que tuve que recoger la acreditación de los Juegos fue el más desesperante. Fui al centro de prensa donde me habían indicado. Ahí no era. Tenía que ir a otro. No me importó mucho porque mi felicidad olímpica estaba en pleno auge. Me encontré colas inmensas de voluntarios que también tenían que recoger la suya.
Como la experiencia te da el don de anticipar lo que puede ocurrir, busqué a la encargada para que me asegurase que mi acreditación estaba allí. Efectivamente, no estaba…
La mayor preocupación no era si estaba o no sino descubrir quien me había mandado allí. «¿Pero cómo era la chica que te ha dicho que vengas aquí?» El caso es echarle la culpa a otro.
Y al final: «Vuelva usted mañana porque hoy es imposible». Ahhhg…
5. «NÃO ENTENDI»
Creía que mi portugués era más o menos bueno, pero me encontré con una situación demasiado frecuente. «Oi, não entendi», me decían en lanchonetes y en un montón de sitios. «Pero ¿cómo es posible? si esto hablando en portugués y D-E-V-A-G-A-R (despacio)».
Algunas personas no identificaban su propio idioma hablado por mi. La más sincera fue una niña que me preguntó: «¿Você está falando português mesmo?» :D «A lo mejor si hablo en español me entienden mejor», llegué a pensar…
6. MUJER EXTRANJERA VS ENEMIGA
El fin de semana más triste de mi vida en Río de Janeiro fue por culpa de un grupo de chicas. Éramos compañeras de clases de funcional en la playa. A pesar de coincidir por lo menos tres días a la semana prácticamente no me daban atención. Tranquilo. «A mi lo que me gusta es hacer deporte… tampoco necesito hablar con gente que no me va a aportar nada», pensaba.

Un día el profesor (el del sofá por 800 reais) organizó una subida al Forte de Leme, una trilha. ¡Me encantan las trilhas! Claro que fui. Por el camino intenté hablar con la gente. Primero un grupo, luego otro, luego otro… y las chicas seguían a su rollo sin ni siquiera mirarme a la cara. Es una sensación horrible para una persona sociable. Horrible. Estuve a punto de decir que no me encontraba bien y bajar antes de llegar a la cima, pero llegué. Hice la clase y bajé.
Tardaron minutos en publicar fotos en Instagram bajo el lema: «Las mejores de las mejores». Y comentarios que, de tan infantiles, me parecieron ridículos.
Hubo alguien que me dijo: «Virtudes, en Río tú tienes que hacer amigos porque las mujeres son muy envidiosas. Eres extranjera, diferente y eso no les gusta». No sé si tenía razón o no, pero sí sentí un rechazo grande. Las excepciones fueron Alessandra, Luciene y Elaine, que habían vivido en Madrid, y Mariana, que tiene sangre maranhaense. El resto de las chicas con las que tuve contacto eran extranjeras. Argentinas, canadienses, colombianas… Todas contaban experiencias parecidas.
7. LA COMPRA, POR EL CAMINO…
Nunca entendí cómo se pueden hacer bolsas de la compra tan malas. Por eso te ponen dos. Una debajo de la otra. A veces ni con dos bolsas te libras de que la compra se te caiga al suelo en mitad del camino. Eso me solía pasar cuando compraba en Lojas Americanas. No pasaba ni vergüenza porque todo el mundo sabe que «ninguém merece» unas bolsas tan cutres. ¡Nadie! :D
8. DE LOS TAXIS ME LIBRÓ… ¡UBER!
Esta vez se acabó lo de dejarme tirada en el taxi porque la carrera es corta, que ya me ocurrió en viajes anteriores. Directamente me pasé a Uber felicidad. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que cogí un taxi en 6 meses en Río de Janeiro. ¡Poquísimas! El perrengue de São Conrado de la última vez, cuando tres taxis me hicieron bajarme porque no les compensaba el trayecto ¡no lo sufrí más! :D
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